La misma madrugada en que se dio cuenta, Ricardo Montemayor decidió cortarla con los intentos, y empezar a vivir en tercera persona. Supuso que le sería más fácil menospreciar la felicidad que soportar tanto fracaso, y sin demasiado protocolo, encarceló la tercera parte de todos sus pronombres. Arrancó de cuajo sus pensamientos más minoritarios, escondió sus reflexiones en la palabra diluida del “común de la gente...”, “la gran mayoría...” o “en otros países...”.
Quiso basta de tender su mano hacia la nada, o hacia otras manos, demasiado resbaladizas, echas de humo y espinas. Quiso convertirse en otro exponente de anonimato colectivo, pero en vano. Nunca pudo dejar de sorprender admitiendo que esto y aquello lo había pensado o sentido él mismo, nunca su nombre dejó de gotear por entre cada una de sus barreras.
Decidido a no caer ante su identidad irreverente, logró disfrazarla por un tiempo con nombres imaginarios de poetas, locos y muertos venidos a sus palabras desde cualquier punto del globo y de la historia: él era todos y ninguno, desdoblado, desdoblado hasta el infinito en frases prestadas, anécdotas simuladas, pensamientos abortados de su propia memoria. Pero al final nada fue suficiente. Se terminó por fin su biblioteca de papeles arrugados escritos en todas partes con la misma letra.
Y acá me ves. Acá estoy yo, tragicómico reincidente.
Peperino Pomoro
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